Son ya tres días…
Tres días desde aquél último bocado. Si tan sólo el olor nauseabundo de este lugar pétreo fuera saboreable, si pudiera darme arcadas porque tengo algo de comida dentro. Pero es no es el caso, no, ya van tres días desde mi último alimento. La gente regocija en banquetes, disfruta sabores, texturas, la saliva de mezcla suavemente con las bocanadas de la nada en esta habitación. El oxígeno sabe a pan salido del horno, la masa esponjosa y el queso derretido en la superficie dorada de mi sed. Dulce aroma de empalago, embriaguez áspera del dolor de estómago y los retorcijones de mis tripas que se pegan ante la sequedad en su interior. Estoy saciado del vacío en mi estómago, me apetece el acaramelado sabor amargo de una fruta madura recién caída del árbol a mis pies en un domingo de feria, el suave rosa áspero del algodón de azúcar y las uvas deshidratadas cubiertas en cacao terso y espumoso. Quiero saciarme hasta regurgitar para mi apetito, quiero tener un atracón de dulces en cápsulas de color, quiero sentir el colorante esparcirse en mi boca dejando el interior de fruta almidonada. Déjenme salir para comer con ustedes del mismo plato, para arrancar de sus sobras un trozo de cartílago, una pizca de sal que se disuelve entre los restos de verdura y sangre. Ya no aguanto este dolor punzante en mi interior, ya no quiero entregar mi fe a este costo… acaso no eras pan? Acaso no eras vino? Por qué tengo que sufrir para llegar a ti? No, no es el caso, aguanta, aguanta. Pídele perdón por tener pensamientos impuros, pero es que se derrite mi digestión como cera de candelabro ante una fresca lechuga con gotas de rocío... dime con quién, dime con quién... cuánto tiempo más, cuánto dolor a soportar, qué momento renunciar.