Son ya dos semanas. Dos semanas que mi sueño se interrumpe por los aullidos del perro de mi vecino. Yo lo conocí grande, nutrido, carnoso con pelaje corto blanco y manchas negras como la noche. Al no poder soportar más sus lánguidos ladridos de dolor hambruno, acerqué mi curiosa vista hacia el jardían que muestra su triste e inesperada apariencia. Está famélico, sus costillas atraviezan la carne para mostrarse ante los reflejos de la luna pálida, su nariz antes húmeda muestra la sequedad de un cánido enfermo, sus patas musculosas se retiraron para dejar huesos carcomidos que le impiden el paso ágil y lo vuelven lento y cansado. Los dueños no se encuentran en casa, o tal vez sí, asfixiados tendidos en cama por un derrame de gas interno que sobrecogió sus sueños, o simplemente partieron y dejaron a su mascota atrás para que esta pereciera de hambre. En un viaje de placer, no dejan la ropa tendida ni el auto muy bien cubierto para que no raje el barniz con los rayos del sol de julio, ni se deja al escueto animal enderezado para que este fallezca sin alimento. Las horas y días pasan, el hambre se hace nocivo para mi adormecer en el pernoctar.